¿Por qué se llama Arroyo del Infierno el río que recorre la cueva?, le pregunto a la señora que me prepara un café con leche en el viejo caserío de Zugarramurdi. La anciana, nerviosa, echa más leña en la cocina económica, se santigua y, como si no quisiera que la oyeran, susurrando, comienza a contar una historia de brujas: la historia de sus antepasadas.
Conduzco por la carretera sinuosa que me lleva hasta Zugarramurdi, muy cerca de la frontera de lo que aquí llaman "el otro lado", una línea invisible, pues el paisaje es idéntico, las gentes las mismas y el idioma que hablan -el euskera-, también.
Viajar por esta tierra de paisajes bucólicos siempre es reconciliarse con la naturaleza. En invierno, las nieves pintan de blanco estas estribaciones del Pirineo navarro; en primavera y verano, los prados se cubren de un verde intenso salpicado de puntos blancos: son ovejas pastando en las laderas.
Las casas, inmaculadamente blancas; los tejados, rojos. Y tras los cristales, visillos de encaje. En este entorno lleno de quietud, la fría brisa trae sonidos de cencerros y esquilas. Los frondosos bosques han perdido la hoja y algún pequeño ciervo bebe furtivamente de los arroyos que bajan mansamente entre placas de hielo.
Zugarramurdi es un pequeño pueblo de apenas 250 habitantes que entró en la historia a causa de unos terribles sucesos que tuvieron lugar hace cuatro siglos.
A las afueras de la aldea, una gran cueva de origen cárstico alberga el recinto en el que las "sorginak" (brujas vascas) de la zona, se reunían para celebrar los "akelarres", palabra de origen vasco que significa "prado del macho cabrío".
En Europa, el culto a un dios cornudo se remonta al siglo V. Jano, la deidad masculina con cuernos, simboliza la virilidad, la fuerza, y se le atribuye una personalidad promiscua. Es el responsable de la fecundidad y fertilidad de la tierra.
En el País Vasco, esta entidad toma el nombre de Akerbeltz o macho cabrío negro, un fauno del que se creía que vivía en alguna cueva, bajo tierra, y al que se le atribuían propiedades curativas contra la enfermedad e influencias benéficas sobre los animales y rebaños encomendados a su protección. Por esta razón, todavía hoy en día se cría un macho cabrío negro en muchos caseríos.
Akerbeltz era el fauno al que adoraban las brujas y brujos en los "akelarres", que tenían lugar normalmente las noches de los viernes. El rito consistía en ofrecer pan, huevos y dinero, y posteriormente bailar alrededor de una hoguera.
Durante estas reuniones, se sacrificaba algún animal y se le pedía a Akerbeltz suerte en el amor; fertilidad para las mujeres, la tierra y el ganado; protección contra enfermedades como la peste, que en aquellos tiempos asolaba las aldeas; lluvia en tiempos de sequía… y todas esas cosas que cualquier ser humano ha pedido -y pide- a los dioses en los que cree.
También se consumían pócimas alucinógenas, algo que se sigue practicando hoy en día en muchas culturas de Sudamérica, África y Asia.
La ingestión de estos brebajes y orujos destilados a partir de endrinas y otras bayas producía efectos muy parecidos a los causados por el LSD y el alcohol. Las danzantes entraban en estado de trance, lo que a ojos de los no iniciados semejaba que eran poseídas por un espíritu diabólico.
Con la llegada del cristianismo, la práctica de estos ritos paganos se consideró herejía y comenzó a ser perseguida. Sin embargo, aquella no iba a ser una tarea fácil, pues había que erradicar creencias instaladas en el pueblo desde la noche de los tiempos.
Para ello, la autoridad eclesiástica no dudó en emplear las tácticas más sibilinas, fabricando rumores con el fin de crear rechazo hacia las brujas vascas, y cubriendo sus prácticas con un manto de miedo y sospecha.
De esta forma, alimentaron la idea de que los "akelarres" eran bacanales donde sacrificaban niños para luego beberse su sangre; de que ofrecían muchachas núbiles al diablo, celebraban misas negras o elaboraban sus pócimas con todo tipo de ingredientes repelentes, como médula ósea de niño, excrementos, arañas y otras "delicatessen".
También extendieron el bulo de que en estas orgías se practicaba la homosexualidad, la antropofagia y otros "ritos diabólicos".
A pesar de tanta calumnia, el puritanismo eclesiástico de la época seguía sin conseguir sus fines, así que optó por utilizar su arma más temida y letal: el Tribunal del Santo Oficio.
Empezaban a escribirse las páginas más negras de la historia de la Inquisición, al tiempo que se ordenaba comenzar las cazas de brujas. Las dos más célebres se llevaron a cabo en la Sierra de Anboto de Vizcaya, y en esta aldea de Zugarramurdi.
Muchas voces avalan la teoría de que esta época negra tuvo gran influencia en el desarrollo del carnaval en esta zona del País Vasco. A fin de cuentas, en estas tierras el motivo del carnaval era la celebración del solsticio de primavera.
En 1608, Juan del Valle Alvarado llegó a Zugarramurdi comisionado por el Santo Oficio para investigar las denuncias de hechicería que se habían recibido.
Tras una laboriosa recopilación de testimonios entre delatores, envidiosos, supersticiosos y gente que buscaba venganza por rencillas personales, la comisión que comandaba el inquisidor inculpó a trescientas personas, de las cuales cuarenta, las consideradas más peligrosas y culpables, serían trasladadas a la prisión de Logroño.
Los reos, sometidos a torturas inimaginables, acababan confesando cualquier crimen del que se les acusara. Hasta el punto de que en el proceso de las brujas de Zugarramurdi, parte del tribunal no apoyó el auto de fe por entender que los actos que afirmaban haber cometido aquellos desgraciados eran tan increíbles que su confesión sólo podía haber sido arrancada en medio del delirio y la desesperación por acabar con el dolor de las torturas.
El juicio de las brujas de Zugarramurdi se prolongó por espacio de dos años, hasta que finalmente once de los detenidos fueron condenados a muerte en la hoguera por los delitos de brujería, magia y superstición.
Este proceso tuvo gran resonancia, y su desarrollo fue seguido en toda Europa con tanto interés -y morbo- que el día de la ejecución del auto de fe se congregaron en Logroño más de 20.000 personas venidas de todas partes de Castilla y otros Reinos. Una multitud para aquella época.
De los tres inquisidores que formaban la Comisión del Santo Oficio, sólo Alonso de Salazar y Frías puso en duda el testimonio de aquellos pobres condenados: "¿Cómo podían saber lo que confesaban, si ni siquiera conocen el castellano y sólo hablan en la Lingua Navarrorum?", que así se denominaba a la lengua de los vascos.
por el estandarte de la Inquisición, seguido de gran cantidad de inquisidores, notarios y familias adineradas, todos ellos ricamente ataviados. Detrás, una multitud de monjes benedictinos, jesuitas y franciscanos, y cerrando la comitiva, dos dignidades de la Iglesia y el alguacil del Santo Oficio.
Acercándose hasta un gran patíbulo instalado en la plaza, clavaron la Santa Cruz que presidiría las ejecuciones.
Al amanecer del día siguiente, cincuenta y tres personas fueron sacadas y conducidas en fila hacia el cadalso. Llevaban un cirio entre las manos, la cabeza descubierta, escapularios y sambenitos. Seis de ellos, una soga al cuello.
Detrás, cinco muñecos de madera y cinco ataúdes con restos mortales. Porque durante los dos años que duró el juicio, cinco inculpados fallecieron en la cárcel. Ni después de muertos se librarían de su castigo.
Después de leer públicamente las sentencias, unos fueron desterrados, otros excomulgados, varios azotados y alguno absuelto.
Los seis reos con la soga en el cuello, los cinco difuntos en sus ataudes y los muñecos que los caricaturizaban fueron atados a postes rodeados de leña y quemados en lo alto del cadalso.
El crepitar de las llamas y las voces de los religiosos cantando el "Te Deum laudamus" no conseguían apagar los aullidos de los condenados.
Primero se quemaba el pelo, luego los ojos se secaban y se vaciaban, y la piel se chamuscaba. En poco tiempo, las llamas devoraban los cuerpos, reduciéndolos a figuras negras y duras. Cesaban los alaridos. La multitud, enmudecida, miraba con una mezcla de terror y devoción.
Las protestas por la inusitada crueldad del auto de fe de Logroño y los escritos de Alonso de Salazar expresando sus discrepancias acerca de la manera de impartir la justicia religiosa trajeron consecuencias en los tiempos venideros. Comenzaba el llamado "período de las luces".
Callejeando por Zugarramurdi aún pueden verse los diez cruceros que la Iglesia mandó plantar para proteger al pueblo y sus habitantes de las influencias del maligno.
También siguen en pie las casas que habitaron aquellas mujeres que fueron acusadas de ser brujas y quemadas vivas: María Ttipia, Gratzina de Barrenetxea, María de Iurretegia, Estebanía de Telletxea…
En esta época invernal oscurece muy pronto, y empieza a ser hora de salir de la cueva de Zugarramurdi, el lugar donde se celebraban los "akelarres", el escenario de aquellas fiestas paganas.
Es tiempo de heladas, y en los nevados bosques que rodean el sitio no hay pájaros todavía; sólo se oye el murmullo del pequeño riachuelo que corre pegado a una pared de la cueva, tallándola pacientemente desde hace miles de años.
Este río tiene un nombre antiguo e inquietante. Ni los más ancianos recuerdan quién se lo puso. El río se llama Arroyo del Infierno.
Me sitúo sobre un rústico puente y observo sus negras aguas, preguntándome si el Arroyo del Infierno no serán sino las lágrimas derramadas por Akerbeltz, el llanto del fauno, por el dolor y las injurias que sufrieron aquellas mujeres de Zugarramurdi.
Conduzco por la carretera sinuosa que me lleva hasta Zugarramurdi, muy cerca de la frontera de lo que aquí llaman "el otro lado", una línea invisible, pues el paisaje es idéntico, las gentes las mismas y el idioma que hablan -el euskera-, también.
Viajar por esta tierra de paisajes bucólicos siempre es reconciliarse con la naturaleza. En invierno, las nieves pintan de blanco estas estribaciones del Pirineo navarro; en primavera y verano, los prados se cubren de un verde intenso salpicado de puntos blancos: son ovejas pastando en las laderas.
Las casas, inmaculadamente blancas; los tejados, rojos. Y tras los cristales, visillos de encaje. En este entorno lleno de quietud, la fría brisa trae sonidos de cencerros y esquilas. Los frondosos bosques han perdido la hoja y algún pequeño ciervo bebe furtivamente de los arroyos que bajan mansamente entre placas de hielo.
Zugarramurdi es un pequeño pueblo de apenas 250 habitantes que entró en la historia a causa de unos terribles sucesos que tuvieron lugar hace cuatro siglos.
A las afueras de la aldea, una gran cueva de origen cárstico alberga el recinto en el que las "sorginak" (brujas vascas) de la zona, se reunían para celebrar los "akelarres", palabra de origen vasco que significa "prado del macho cabrío".
En Europa, el culto a un dios cornudo se remonta al siglo V. Jano, la deidad masculina con cuernos, simboliza la virilidad, la fuerza, y se le atribuye una personalidad promiscua. Es el responsable de la fecundidad y fertilidad de la tierra.
En el País Vasco, esta entidad toma el nombre de Akerbeltz o macho cabrío negro, un fauno del que se creía que vivía en alguna cueva, bajo tierra, y al que se le atribuían propiedades curativas contra la enfermedad e influencias benéficas sobre los animales y rebaños encomendados a su protección. Por esta razón, todavía hoy en día se cría un macho cabrío negro en muchos caseríos.
Akerbeltz era el fauno al que adoraban las brujas y brujos en los "akelarres", que tenían lugar normalmente las noches de los viernes. El rito consistía en ofrecer pan, huevos y dinero, y posteriormente bailar alrededor de una hoguera.
Durante estas reuniones, se sacrificaba algún animal y se le pedía a Akerbeltz suerte en el amor; fertilidad para las mujeres, la tierra y el ganado; protección contra enfermedades como la peste, que en aquellos tiempos asolaba las aldeas; lluvia en tiempos de sequía… y todas esas cosas que cualquier ser humano ha pedido -y pide- a los dioses en los que cree.
También se consumían pócimas alucinógenas, algo que se sigue practicando hoy en día en muchas culturas de Sudamérica, África y Asia.
La ingestión de estos brebajes y orujos destilados a partir de endrinas y otras bayas producía efectos muy parecidos a los causados por el LSD y el alcohol. Las danzantes entraban en estado de trance, lo que a ojos de los no iniciados semejaba que eran poseídas por un espíritu diabólico.
Con la llegada del cristianismo, la práctica de estos ritos paganos se consideró herejía y comenzó a ser perseguida. Sin embargo, aquella no iba a ser una tarea fácil, pues había que erradicar creencias instaladas en el pueblo desde la noche de los tiempos.
Para ello, la autoridad eclesiástica no dudó en emplear las tácticas más sibilinas, fabricando rumores con el fin de crear rechazo hacia las brujas vascas, y cubriendo sus prácticas con un manto de miedo y sospecha.
De esta forma, alimentaron la idea de que los "akelarres" eran bacanales donde sacrificaban niños para luego beberse su sangre; de que ofrecían muchachas núbiles al diablo, celebraban misas negras o elaboraban sus pócimas con todo tipo de ingredientes repelentes, como médula ósea de niño, excrementos, arañas y otras "delicatessen".
También extendieron el bulo de que en estas orgías se practicaba la homosexualidad, la antropofagia y otros "ritos diabólicos".
A pesar de tanta calumnia, el puritanismo eclesiástico de la época seguía sin conseguir sus fines, así que optó por utilizar su arma más temida y letal: el Tribunal del Santo Oficio.
Empezaban a escribirse las páginas más negras de la historia de la Inquisición, al tiempo que se ordenaba comenzar las cazas de brujas. Las dos más célebres se llevaron a cabo en la Sierra de Anboto de Vizcaya, y en esta aldea de Zugarramurdi.
Muchas voces avalan la teoría de que esta época negra tuvo gran influencia en el desarrollo del carnaval en esta zona del País Vasco. A fin de cuentas, en estas tierras el motivo del carnaval era la celebración del solsticio de primavera.
En 1608, Juan del Valle Alvarado llegó a Zugarramurdi comisionado por el Santo Oficio para investigar las denuncias de hechicería que se habían recibido.
Tras una laboriosa recopilación de testimonios entre delatores, envidiosos, supersticiosos y gente que buscaba venganza por rencillas personales, la comisión que comandaba el inquisidor inculpó a trescientas personas, de las cuales cuarenta, las consideradas más peligrosas y culpables, serían trasladadas a la prisión de Logroño.
Los reos, sometidos a torturas inimaginables, acababan confesando cualquier crimen del que se les acusara. Hasta el punto de que en el proceso de las brujas de Zugarramurdi, parte del tribunal no apoyó el auto de fe por entender que los actos que afirmaban haber cometido aquellos desgraciados eran tan increíbles que su confesión sólo podía haber sido arrancada en medio del delirio y la desesperación por acabar con el dolor de las torturas.
El juicio de las brujas de Zugarramurdi se prolongó por espacio de dos años, hasta que finalmente once de los detenidos fueron condenados a muerte en la hoguera por los delitos de brujería, magia y superstición.
Este proceso tuvo gran resonancia, y su desarrollo fue seguido en toda Europa con tanto interés -y morbo- que el día de la ejecución del auto de fe se congregaron en Logroño más de 20.000 personas venidas de todas partes de Castilla y otros Reinos. Una multitud para aquella época.
De los tres inquisidores que formaban la Comisión del Santo Oficio, sólo Alonso de Salazar y Frías puso en duda el testimonio de aquellos pobres condenados: "¿Cómo podían saber lo que confesaban, si ni siquiera conocen el castellano y sólo hablan en la Lingua Navarrorum?", que así se denominaba a la lengua de los vascos.
por el estandarte de la Inquisición, seguido de gran cantidad de inquisidores, notarios y familias adineradas, todos ellos ricamente ataviados. Detrás, una multitud de monjes benedictinos, jesuitas y franciscanos, y cerrando la comitiva, dos dignidades de la Iglesia y el alguacil del Santo Oficio.
Acercándose hasta un gran patíbulo instalado en la plaza, clavaron la Santa Cruz que presidiría las ejecuciones.
Al amanecer del día siguiente, cincuenta y tres personas fueron sacadas y conducidas en fila hacia el cadalso. Llevaban un cirio entre las manos, la cabeza descubierta, escapularios y sambenitos. Seis de ellos, una soga al cuello.
Detrás, cinco muñecos de madera y cinco ataúdes con restos mortales. Porque durante los dos años que duró el juicio, cinco inculpados fallecieron en la cárcel. Ni después de muertos se librarían de su castigo.
Después de leer públicamente las sentencias, unos fueron desterrados, otros excomulgados, varios azotados y alguno absuelto.
Los seis reos con la soga en el cuello, los cinco difuntos en sus ataudes y los muñecos que los caricaturizaban fueron atados a postes rodeados de leña y quemados en lo alto del cadalso.
El crepitar de las llamas y las voces de los religiosos cantando el "Te Deum laudamus" no conseguían apagar los aullidos de los condenados.
Primero se quemaba el pelo, luego los ojos se secaban y se vaciaban, y la piel se chamuscaba. En poco tiempo, las llamas devoraban los cuerpos, reduciéndolos a figuras negras y duras. Cesaban los alaridos. La multitud, enmudecida, miraba con una mezcla de terror y devoción.
Las protestas por la inusitada crueldad del auto de fe de Logroño y los escritos de Alonso de Salazar expresando sus discrepancias acerca de la manera de impartir la justicia religiosa trajeron consecuencias en los tiempos venideros. Comenzaba el llamado "período de las luces".
Callejeando por Zugarramurdi aún pueden verse los diez cruceros que la Iglesia mandó plantar para proteger al pueblo y sus habitantes de las influencias del maligno.
También siguen en pie las casas que habitaron aquellas mujeres que fueron acusadas de ser brujas y quemadas vivas: María Ttipia, Gratzina de Barrenetxea, María de Iurretegia, Estebanía de Telletxea…
En esta época invernal oscurece muy pronto, y empieza a ser hora de salir de la cueva de Zugarramurdi, el lugar donde se celebraban los "akelarres", el escenario de aquellas fiestas paganas.
Es tiempo de heladas, y en los nevados bosques que rodean el sitio no hay pájaros todavía; sólo se oye el murmullo del pequeño riachuelo que corre pegado a una pared de la cueva, tallándola pacientemente desde hace miles de años.
Este río tiene un nombre antiguo e inquietante. Ni los más ancianos recuerdan quién se lo puso. El río se llama Arroyo del Infierno.
Me sitúo sobre un rústico puente y observo sus negras aguas, preguntándome si el Arroyo del Infierno no serán sino las lágrimas derramadas por Akerbeltz, el llanto del fauno, por el dolor y las injurias que sufrieron aquellas mujeres de Zugarramurdi.
A Continuación, compartios con ustedes el video-informe documental de "Objetivo Euskadi" sobre Brujas y Curanderas.
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