Guillermo Isidoro Larregui Ugarte es su identidad. Probablemente, ni en Pamplona ni en toda Navarra, a nadie le diga nada este nombre. Su memoria fue salvaguardada en buena medida gracias al libro que en el 2001 le dedicó el periodista bilbaino Txema Urrutia, editado por Txalaparta, y al excelente documental que posteriormente hizo de él Euskal Telebista. Aún y todo, Guillermo Larregui está muy lejos de alcanzar en su ciudad natal las cotas de popularidad que todavía hoy tiene en Argentina y en buena parte de Sudamérica.
Este pamplonés, nacido en 1885 en el barrio de la Rochapea, emigró en su día a Argentina. Allá se hizo famoso a causa de una insólita apuesta, a resultado de la cual recorrió andando algo más de 3400 kilómetros, desde la Patagonia hasta la ciudad de Buenos Aires, empujando una carretilla tan insólita como él. Su aventura, a la que siguieron otras, fue muy sonada, generando a su paso una gran expectación, tanto de público como de medios de comunicación, que rápidamente le bautizaron y le inmortalizaron con el sobrenombre de "el vasco de la carretilla". Hoy, su nombre y su figura, son todo un símbolo de promoción turística en Argentina, y de forma muy especial en el Parque Nacional de Iguazú, que es donde murió en 1964.
Emigrante Guillermo Larregui, como queda dicho, nació en Pamplona un 27 de noviembre de 1885 en el barrio de la Rochapea. Desconocemos las causas que le llevaron a cruzar el charco; tal vez por razones familiares, tal vez por necesidad, o tal vez por una combinación de ambas razones; lo cierto es que con sólo quince años de edad dejó atrás a su Pamplona natal y emigró a Argentina, llegando a Buenos Aires en 1900.
Inicialmente trabajó como marino -en algo se tenía que notar el haber nacido junto al río Arga-, hasta que el destino le hizo trasladar su residencia nada menos que a la Patagonia en donde trabajó, en Cerro Bagual (Santa Cruz) en una multinacional petrolera hasta el año 1935. Dicen, y seguro que es verdad, que era muy buen trabajador y muy buena persona.
Precisamente, ese año de 1935, estando en una reunión informal con varios amigos hizo con ellos una apuesta. Ya se sabe, la clásica fanfarronada. Pero que cambió su vida y lo convirtió en uno de los personajes más excéntricos y famosos de toda Argentina. "Nos hallábamos reunidos con varios amigos, comentando los récords deportivos -narraba posteriormente él al rotativo argentino Ecos Diarios-; yo les decía que no siempre el ruido que se hace en torno a una prueba deportiva guarda relación con el esfuerzo" . Y llegado a este punto de la conversación es cuando se echa el farol: "yo me animaría a cruzar toda la Patagonia a pie y a ir hasta Buenos Aires con una carretilla con 199 kilos de peso; si los norteamericanos son capaces de batir todos los récords, ¿porqué no los podemos batir nosotros?" .
Aquellos amigos argentinos no sabían hasta donde puede llegar un navarro, o un vasco, si le dices "¡a que no eres capaz!" . De hecho, uno de sus amigos, ni corto ni perezoso, le plantó al de la Rochapea una carretilla delante. La sorpresa vino cuando Guillermo Larregui tomó la carretilla e inició la andadura. Era el 25 de marzo de 1935.
Aquél fue tan solo el primero de los cuatro grandes viajes que llegó a hacer en su vida arrastrando su carretilla. Tal y como prometió recorrió mas de tres mil kilómetros hasta llegar a Buenos Aires. Su segunda expedición, entre los años 1936 y 1938, fue desde Coronel Pringles hasta la frontera de Bolivia. En 1940 marchó desde Villa María (Córdoba) hasta Santiago de Chile, a donde llegó un año después. Y el último viaje del vasco de la carretilla comenzó en 1943, terminando en las Cataratas de Iguazú en 1949. Fueron en total más de 20000 kilómetros.
Tenacidad Algunos creían ver en él a un loco, pero eso era algo que nunca le importó. Guillermo Larregui quiso demostrar, ciertamente, que los norteamericanos no tenían la exclusiva de los récords; pero a la vez, detrás de su gesta había toda una lección de humanidad. Tenacidad y voluntad eran dos valores que empleó "el vasco de la carretilla" para decirnos que con ellos todo se puede, que en esta vida hay que tener arrojo y decisión si algo se quiere conseguir.
Cuando empezó a andar en 1935 todos estaban pendientes de él. Se corría la voz de ciudad en ciudad anunciando su llegada, y lo que veían era una lección de vida y de constancia, un hombre fiel a su palabra. Fueron estos valores los que le hicieron seguir su camino como si nada pasase cuando, cerca ya Chubut, se le congeló el pie. Conoció Guillermo la mofa y el desprecio, pero conoció también el gesto solidario y la mano amiga; y esto segundo valía mucho más que lo primero.
Su propia carretilla era toda una lección de economía y de austeridad, con caja de herramientas, cocina, fregadera, etc. Realmente no se necesitaba más para vivir; eran muchos los que no alcanzaban a tener ni tan siquiera eso.
Palabra, tesón, hombría, fortaleza física y espiritual, y… una carretilla, ese era su equipaje.
De la risa inicial se pasó a la expectación, y finalmente al reconocimiento. De hecho, su llegada a Buenos Aires el 25 de mayo de 1936, víspera del Día de la Patria, sirvió para que los porteños se echasen a la calle para recibirle, para ovacionarle, y para admirarle. Guillermo Larregui, agradecido ante tan sorprendente y multitudinario recibimiento donó la carretilla con sus enseres de viaje al entonces Museo de Luján, dirigido entonces por el historiador Enrique Udaondo.
Fue entonces cuando "el vasco de la carretilla" tomó verdadera conciencia de los valores que simbolizaba y que estaba transmitiendo a la sociedad argentina. Y, ni corto ni perezoso, se compró otra carretilla, y dirigió sus pasos hacia Tucumán, y luego Mendoza, e incluso atravesó los Andes, y no paró hasta llegar a Santiago de Chile. Embajador de una raza, de una sangre, y de unos valores. Y allí, en Santiago de Chile, de nuevo donó la carretilla; en esta ocasión a un vasco, a Pedro Arregui.
Y de Chile a Bolivia, siempre a pie, siempre con carretilla, uniendo tierras de vasconavarros; recordando que Necochea fue fundada por un navarro; y que la nación boliviana fue forjada por otro navarro; y que él, rochapeano, también estaba haciendo historia en aquél continente.
Inició su regresó por Iguazú, y fue allí donde quedó prendado de la belleza de aquél entorno. Allí fijó su residencia definitiva, en una casa hecha a base de hojalatas multicolores, dedicándose durante años a enseñar la zona y contar sus viajes y sus anécdotas de trotamundos; y allí murió quince años después. Era el 9 de junio de 1964.
Murió en aquella tierra que dejó de llamarle loco; murió en aquella tierra que entendió su filosofía de vida que él resumía muy bien: "nadie me podrá quitar la dicha de ser dueño de mi propio destino" ; y murió en una tierra, rojiza, la misma que fue mil veces pisada por este Quijote de una rueda.
Un monumento le recuerda hoy en Santa Cruz, Patagonia; una fundación vasca lleva su nombre en Argentina; una plaza pública lleva su nombre en Puerto Iguazú; y mil detalles más de reconocimiento hacia su persona se jalonan a lo largo de miles de kilómetros del cono sur.
Sirva este reportaje para homenajear a este pamplonés, para recordarle, para dar a conocer su historia, para doblegarse ante su gesta y ante su filosofía de vida, y para proclamar que los valores que guiaban sus pasos hoy deben de estar más presentes que nunca. Finalizo con el título del documental que Roberto Arizmendi le dedicó a Guillermo Larregui en Argentina: ¡Gora vasco! .
Fuente: Noticias de Navarra